El arte de la subjetividad
Muchos cineastas coinciden en que la fortaleza de una película radica no sólo en desarrollar de forma completa la subjetividad de sus protagonistas o ideales, sino en conseguir que la audiencia logre ponerse en esos zapatos cinematográficos. Para lograrlo hay muchos trucos y recursos que todos nos hemos cansado de ver en pantalla, desde darle a personajes relaciones sentimentales o familiares, hasta elementos más estéticos como el ocasional plano en primera persona; el literalmente denominado plano subjetivo.
Todos ellos sirven como pequeños calzadores para entrar en esos zapatos, aunque al fin y al cabo la mayor impronta debe venir desde una visión mucho más general. Si un buen guión no está bien dirigido ni editado, lo más probable es que esa integración audiencia-película sea breve. Quizás durante los momentos más emocionantes del filme, pero haciendo realmente complicado que uno se lleve consigo una parte de esa subjetividad a la hora de dejar la sala. Eso que algunos llaman «la magia del cine».
Las grandes películas son las que uno lleva consigo sin importar el paso de los años, y si alguien sabe un poco de lo que engrandece a las películas ese es Stanley Kubrick. No hace demasiado su asistente personal señaló curiosamente que no le dio más que una única tarea para empezar a trabajar con él: «Para comprender de lo que es capaz el cine es necesario que veas La Batalla de Argel». Kubrick consideraba toda película como una suerte de falso documental, tratando de aproximarse lo más posible a esa falsa «realidad» proveniente de la perspectiva de quienes la realizan. Hoy en día lamentablemente se ha olvidado que incluso los documentales puros y clásicos son ciertamente creaciones subjetivas. La investigación o recreación podrá ser exhaustiva, pero cualquier decisión creativa en su realización la aleja más y más de esa supuesta realidad objetiva. Una película es un sinfín de decisiones creativas, y no hay documental hecho por humanos que ostente verdadera objetividad.
Por eso la admiración de Kubrick por «La Batalla de Argel». Una película que recuenta los años de resistencia del pueblo argelino culminando en la independencia de Francia, utilizando todo tipo de recursos para darle a esa ficción histórica (tan reciente al momento del rodaje) una cualidad docuperiodística. El resultado es la unión del recuento documental con el arte cinematográfico en su más alto nivel, fascinando tanto a cineastas como espectadores desde su estreno en 1966. Objeto de estudio y alabanzas por igual de parte de aquellos que ven en ella una carta de amor a la insurrección política, o incluso los que ven un repaso de porqué los métodos no justifican el fin. El mayor acuerdo entre académicos y analistas de ambos lados es justamente que su fortaleza radica en abarcar de forma tan factual como pasional ambas miradas. Reflejando esa combinación de realidades percibidas en la que todos convivimos.
El primer bombardeo ocurre hacia los argelinos, que deben sacar a sus víctimas (entre ellos niños) de los escombros. En contraste, cuando es el turno de responder con bombas propias no se muestran niños franceses luego de las explosiones. Esa es la ley de buscar una subjetividad equilibrada: siempre hay que conscientemente elegir un lado que pese más que el otro. Mostrar víctimas infantiles del lado francés hubiese hecho que en la mayoría de las mentes de la audiencia, se hubiese perdido de forma irredimible la perspectiva del pueblo luchando por su libertad. Ese tipo de decisiones, pequeñas y gigantescas, son las que componen cada segundo de una producción cinematográfica. Sea una supuesta ficción o un presunto documental. El equilibrio imposible que cada par de zapatos intenta lograr si su objetivo es calzar la mayor cantidad posible de pies. Si su objetivo es otro bueno, a otra cosa mariposa, que hay talles para todos.
Leandro Porcelli