Crítica de «Megalópolis» de Francis Ford Coppola (2025)
Francis Ford Coppola es uno de los genios más celebrados del cine estadounidense, autor de una seguidilla de algunos de los clásicos más importantes de los 70s como las primeras dos del «Padrino», «La Conversación» y «Apocalypse Now». Los ochentas lo tuvieron muy activo pero sin ningún trabajo realmente destacable, aunque logró recapturar algo de su magia a principio de los 90s con dos obras excepcionales que con el tiempo han subido en su revalorización: «El Padrino 3» y «Bram Stocker’s Drácula». Todo muy lindo sí, pero hace prácticamente un año que los amantes del cine venimos leyendo reportes primero de la prensa, luego de empleados de la producción y finalmente de la crítica, que el gran regreso independiente de este visionario es un desastre de proporciones gigantescas. ¿Es «Megalópolis» una catástrofe inmirable? ¿O acaso se trata de un nuevo clásico incomprendido? La verdad se encuentra bastante en el medio.
Esta es una fábula que ofrece paralelos entre uno de los imperios caídos más famosos de la historia y los Estados Unidos, una farsa que con su diálogo y estructura busca emular la teatralidad asociada a clásicos de antaño. La sutileza es algo que parece desinteresarle a este actual Coppola, que decidió ubicar la trama en Nueva Roma. La ciudad será el campo dialéctico de batalla entre varios personajes repartiéndose la influencia en el pueblo que les otorga el poder para moldear el futuro. Por un lado está el poder establecido en la forma del Alcalde Cicero (Giancarlo Espósito) y el hombre más rico del planeta Hamilton Crassus III (Jon Voight), mientras que por debajo se encuentran algunos aspirantes a ese mismo poder como lo son la presentadora de TV interpretada por Aubrey Plaza de nombre Wow Platinum (buena mirada a cómo debe ver Francis a los nombres de celebridades actuales) o el errático hijo de Crassus interpretado por un desatado Shia LaBeouf. Aunque la historia va a centrarse en cómo dos personajes sin un interés real en el poder van a unir sus destinos para combatirlo: la hija de Cicero (Nathalie Emmanuel) y el protagonista de todo este quilombo: Adam Driver en el papel ni nada más ni nada menos que de César.
César es un arquitecto futurista que es tratado como un verdadero rockstar, en parte gracias a sus elocuentes e incesantes monólogos pero en particular gracias a ganar el Premio Nobel con su reciente invento: el Megalon. Un material revolucionario con propiedades cambiantes que espera pueda utilizarse para reconstruir toda la ciudad transformándola en una utopía, la titular Megalópolis. Driver interpreta al protagonista de forma grandilocuente y errática, sin ningún pudor pero tambaleando más de lo que logra evocar a un joven Nicolas Cage que seguramente hubiese sido idóneo hace unas décadas cuando el proyecto todavía seguía en su infancia infernal. Pero lo importante es que, como el resto de la narrativa, su interpretación se mantiene relativamente intrigante en todo momento. La de «Megalópolis» es una experiencia para vivirla, y para hacerlo en la pantalla más grande posible, ya que se trata de uno de los visionados más hostiles que uno puede enfrentar como espectador al menos en este continente. Cambios visuales y de tono que urgen reacomodarse, secuencias donde Coppola hace gala de su inventiva en cuanto a montaje para luego estirarlas hasta alcanzar el hartazgo humano, además de por supuesto conversaciones entre personajes que invitan a uno a perder un poco la razón en búsqueda de procesar no solo lo que están diciendo sino que está proponiendo filosóficamente Coppola detrás de sus intercambios proto-shakespeareanos.
«Megalópolis» deja en claro desde un principio que es una fábula, y la narración de Laurence Fishburne establece un tono idóneo para que se la tome como tal. Pero es clave para disfrutar de los elementos más rescatables de una experiencia tan caótica entender que se trata también de una farsa caricaturesca por momentos tan cerca de Shakespeare como de los Looney Tunes. Esta película es la «Ataque de los Clones» de «Metrópolis» de Fritz Lang, con ambiciones narrativas y visuales que escaparon al alcance de un genio como Coppola hace mucho alejado de su mejor nivel cinematográfico pero que sin dudas deja algunos de sus destellos. No hay película más osada en estos últimos tiempos que haya temido tan poco a terminar como el espectáculo mórbido como la que la ha vestido la industria y prensa en general con todos los meses de clickbait. Después de todo, la única forma de que el sistema le saque provecho a un blockbuster independiente que considera que nadie hubiese querido ver, es generando la cobertura negativa a la que la internet nos ha malacostumbrado a todos. Esta es una experiencia particular que tendrá las que perder con la mayoría, pero que resultará más que fructífera para aquellos pocos que tengan la suerte de adentrarse subjetivamente con una propuesta a la que hay que asistir lo más abierto de mente posible, ya que aquellos cerrados cuadrados que vayan con un objetivo puntual (negativo) en lugar de a la espera de ver qué les parece van a terminar recibiendo solamente esa misma negatividad vacía a cambio. Y si hay algo que Francis Ford Coppola nunca ofrece es un trabajo vacío que apunta a gustar, el lamentable estándar actual del cine moderno que nos ha hecho creer que es mejor ver algo que garantice no pasarla tan mal en lugar de un intento ambicioso dispuesto a volar demasiado cerca del sol.
Puntaje:
Tráiler:
Leandro Porcelli