Breve repaso del cine Egipcio

El nacimiento del cine en Egipto fue casi paralelo a la luz verde dada en Francia; ya en 1986 en la cosmopolita Alejandría y, unos días después, en El Cairo, se proyectaban los primeros cortos de los Lumière, perfilando al país como el referente árabe y africano más importante del incipiente arte.

Luego de un largo período colonial, que alternó el poder entre otomanos, ingleses y sultanes, Egipto recuperó las riendas de su destino como nación recién hacia 1922, momento en que se firma la primera Constitución moderna del mundo árabe y musulmán. El cine, por su parte, se batía entre la fuerte intervención extrajera y los ánimos nacionalistas que reivindicaban una identidad egipcia perdida. El resultado tuvo de dulce y de agraz; por un lado el cine local crecía al ritmo mundial, pero las temáticas importadas producían melodramas desaforados, vacíos e interminables; mala ecuación que priorizaba cantidad por calidad.

A pesar de todo lo anterior, los egipcios venían transitando un camino con un norte definido. Para 1926 eran 86 las salas que había en Egipto. En 1933, el gobierno concedió premios y recompensas financieras a las mejores películas proyectadas el año anterior. En 1935 se crean los estudios Misr imitando el modelo de los estudios de Hollywood, responsables además de la revista semanal L’Egypte Cinématographique. En 1943 se crea el sindicato de actores y el de profesionales del cine, y dos años más tarde, el de músicos. Y en 1947 se crea la cámara de la industria del cine.

Luego de este período de construcción, carente de títulos importantes, la revolución nasseriana que proclamó la república y abolió la monarquía del rey Faruq, en 1953, dará inicio al lapso más recordado del cine egipcio: su época dorada, que va aproximadamente desde 1950 hasta fines de la década del 70.

Las banderas que buscaban una identidad egipcia y colectiva en todos los campos, salieron a las calles para guiar las decisiones del pueblo. Los melodramas vacíos comienzan a desecharse y las desconocidas profundidades del país empiezan a retratarse con fuerza en la pantalla grande. Influenciado por el neorrealismo de posguerra, los contenidos sociales y políticos de directores como Atef Al Tayeb, Henry Barakat, Salah Abuseif y Youssef Chahine, revivieron una esencia perdida del arte audiovisual egipcio: las ganas de construir algo propio, nuevo y de calidad mundial.

Este período también cosechó talentos con llegada internacional. Es el caso de Omar Sharif, quien fue descubierto por Chahine en «Siraa Fil-Wadi» / «Lucha en el valle», de 1954. El actor luego saltaría a Hollywood para filmar «Lawrence de Arabia» en 1962 (película por la cual fue nominado al Oscar a Mejor Actor de Reparto), «Doctor Zhivago» en 1965 y «Funny Lady» en 1975, entre otras.

Para inicio de los ’80, la época dorada había perdido su luz. Entre otras cosas, la televisión, la censura, el impacto que dejó la Guerra de los Seis Días y sobre todo, el auge audiovisual de otras naciones africanas, la habían desplazado. Aunque los intentos por reflotar este mal momento fueron estériles, éstos dejaron un importante legado que se consolidó con la creación, en 1976, del Festival Internacional de Cine de El Cairo; primer festival clase A del mundo Árabe y África.

Hasta bien entrados en los ’90 duró el nuevo oscurantismo del cine egipcio. Fue en 1997 que Chahine obtiene la Palma de Oro en Cannes por su vasta y destacada trayectoria, dando paso al recambio que se consolidaría ya en el nuevo siglo. Actualmente la producción nacional está liderada por empresarios dueños de la cadena completa de producción, distribución y exhibición, lo que les asegura una cuota local muy superior a la competencia extranjera, pero que limita las voces dicidentes a la mera apreciación. Sin embargo, jóvenes directores, entre ellos numerosas mujeres como Jehane Noujaim (nominada al Oscar a Mejor Documental en 2014, por «Al Midan»), han sabido aprovechar las coyunturas políticas y grandes revueltas, tal como ocurriera a mediados del siglo pasado, para volver a mirar y preguntarse sobre los problemas que les aquejan, aportando una visión profunda, distinta, propia y determinada a posicionar nuevamente a Egipto entre las potencias mundiales del séptimo arte.

Roberto Medina

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